Mi cuerpo,
como siempre, es una caja de sorpresas. Al día siguiente de un viaje de 24
horas cruzando el océano, comienzo con retorcijones y diarrea. Primero le echo
la culpa al sándwich de jamón con trozos de panceta que comí en el restaurant
de al lado (ah, ¡el jamón ibérico!). Luego señalo a la Coca Cola, esa maldita adicción que evité durante
tantos meses, pero con la que me premié en esta primera tarde en la ciudad de
Porto. Después me digo que, en realidad, es el cansancio del viaje, el jet lag,
las frecuencias extrañas de comidas y bebidas, esas largas horas en las que se
está prisionero en un medio de transporte. Sin embargo, las gotas de sangre en
el papel muestran lo evidente: la diferencia horaria en la que tomé las
pastillas confundió mi sistema endócrino. Lo hice a las 22 horas, pero en
realidad eran las 16 horas de Argentina; mi organismo no entiende de husos
horarios.
Enfrentémoslo.
Estoy menstruando a pesar de los anticonceptivos. Cuando le cuento esto a mi
ginecóloga, un mes después, me dice con entusiasmo: “eso demuestra que aún tus
hormonas funcionan, que aún no estás en menopausia”. ¡Vaya alegría!
Esa mañana
la paso tan mal que, como en mis viejas épocas, no puedo escapar del baño.
Llegué a mandar un mensaje a la empresa de turismo que vendría a buscarme para
suspender mi recorrida. Afortunadamente el empleado a cargo del WhatsApp se
levantó más tarde, perdió el autocarro o el eléctrico, porque no llegó a
leerlo. Estuve a punto de frustrar un apasionante paseo por el valle del Douro y su olor a viñedos y su esperanza de calma. Una naturaleza, la mía, quería
imponerse sobre otra, aún tan extranjera.
En el bolso
me acompañan mis amigos de siempre: la loperamida y la hioscina. Me ordenan el
intestino, me dejan continuar en la aventura que esta mañana me propongo.
Hace frío,
hay un viento molesto que no duerme, que se revuelca sobre nosotros cuando
miramos, desde arriba, las escaleras repletas de viñedos. Pareciera, incluso,
que va a llover y me angustia otra vez pensar en los factores que no puedo
controlar.
Foto :Myriam Rozenberg
(Tomada el 08.06.23 en Pinhão - Portugal)
En lo alto
del valle me atrevo a comer un bacalhau à brás, lo acompaño con vinho verde.
Estoy rodeada de gente agradable, un par de amigas españolas, una madre e hija
venezolanas que creí que eran hermanas, bellas y cultas, y un matrimonio de
jubilados uruguayos a los que distinguí rápidamente por la tonada. La
conversación fluye entre Europa y América Latina, se detiene en historias de
emigrantes y también de turistas.
Llueve a
raudales cuando entramos a la bodega y me prestan un paraguas enorme que
cubriría a varias personas. Mis compañeros uruguayos ya venían preparados, se
ponen impermeables. Me cuentan que la semana anterior estuvieron en Galicia
donde llovió mucho. Hay olor a recuerdos, a brazos que se esfuerzan, a pies que
saltan sobre la uva en esta ráfaga de aire de tierra mojada.
Verás el
viñedo bajo el sol proclama el valle y asiente el Douro.
Allí estoy ahora, parada frente a vides
ancianas y modernas, como si la lluvia nunca hubiera existido. Algo de la hoja
de parra me conmueve, en cada bodega que camino. Hay un rasgo tímidamente insolente en ese racimo que se balancea para terminar siendo un frescor vibrante, una demorada entrega sensual en la
boca de un desconocido.
Foto: Myriam Rozenberg
(Tomada el 08.06.23 en Pinhão - Portugal)
Foto: Myriam Rozenberg
(Tomada el 08.06.23 en Pinhão - Portugal)
En Pinhão el
río es largo y ancho. En ambas orillas compiten los nombres de adegas: la
mayoría elaboran vino Porto de diferentes calidades. Probé el blanco, el ruby, el tawny. Todos ellos se entibiaron dentro mío sin
darme sobresaltos. (¡Cuánto lo agradezco!) Pienso otra vez en las manos de los
obreros que recogieron las uvas, en aquellos pies que las pisaron en silencio,
en aquellos otros que luego las trituraron cantando. Ojalá que mi cuerpo adopte
ese proceso, asimile esa tranquila cadencia. Que tampoco el río se salga de su cauce.