No veo nada.
Los padres
y los hijos se hunden entre la ropa limpia y los sueños se enmascaran tahúres en
susurros desde páginas de libros.Es un juego el caos de la casa, un pequeño universo controlado. En la puerta de entrada elijo abandonar el mundo hirviente.
En el
cerebro, sin embargo, se agolpan las violentas tragedias, las históricas, que
se escriben desde la memoria de los tiempos, generación en generación. Aunque
ya no retenga los nombres familiares, me quedan los hechos. Complejos destinos
tuvieron los perseguidos, apellidos cambiados, cruces virulentos de fronteras. Van
dentro de mi sangre.
También los
pequeños dramas cotidianos: la plata que no alcanza a fin de mes, el llamado
trunco del que parecía conocido y ahora es apenas un extraño, el desborde de
papeles con letras que se precipitan en filas como hormigas. Y los que duelen,
duelen, duelen.
Sé muy bien
lo quiero.
Una paz que
descienda hacia mí, que mitigue la angustia reincidente de lágrimas, que siembre
esperanza en este edificio derribado. Una plegaria.
Aunque sea un
poco tarde.
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