Las chicas estaban sentadas en el asiento del andén, el más próximo a la parada de diarios. Uno de los muchachos que había atravesado el molinete detrás de mí, se les acercó. Quedó parado al lado. Parecían venir todos del mismo lugar, por la hora pensé que habían salido de una fábrica. Su ropa era informal, un poco gastada, no era de marca. Las chicas, eran tres, conversaban en voz baja. El muchacho las miraba con indiferencia. Yo me paré unos pasos más adelante, con el libro de Herta Muller en la mano, esperando que el subte no demorara demasiado. Luego llegó otro joven con una mochila colgada, les dio un beso a las chicas. Después como quien no quiere la cosa, se sentó sobre las piernas de una de ellas. Todos se rieron, era como un niño que buscaba refugio en el regazo de su mamá. Un nene cansado. O pensándolo bien, quizás era un avance. El intento de expresar un amor, una forma de tocar bajo el disfraz de un chiste, una caricia escondida en la carcajada. Daba la sensación de una relación relajada, ese tipo de confianza que se da entre compañeros de trabajo, a los que se les puede contar las cosas más atroces sin ponerse colorados. Cuando el subte se detuvo, los cinco entraron al vagón y se sentaron juntos, aleatoriamente: una chica, un muchacho, una chica, otra chica, el otro muchacho. Una de las chicas sacó de su bolso un reproductor de mp3 y se aisló del resto. Los cuatro se quedaron charlando. No buscaban destacarse en el vagón; no hablaban alto. Exactamente el tipo de gente que a mí me gusta. Que no alardeen, que dejen en su privacidad los temas de sus vidas. Yo no soy quién para escucharlos. Me importa más cómo se mueven, qué angustias y alegrías palpitan en sus cuerpos. Qué profundidades atraviesan. El muchacho que se había sentado sobre las piernas de la chica, había quedado en el extremo, alejado. Dejó de hablar, apoyó la cabeza en el vidrio de la ventana, cruzó los brazos, cerró los ojos y se durmió rápidamente. A partir de entonces, el mundo dejó de existir para él, ya no más fábrica, ni compañeros, ni mochilas, ni mujer deseada sobre quien sentarse. Ni siquiera mis ojos, observando.
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