Dieciséis
A los
diecisiete años, Max probó jamón de cerdo por primera vez. Fue en un bar de la
avenida Federico Lacroze, en el barrio conocido como Chacarita, bastante cerca
de Villa Crespo pero lejos del barrio de Once, donde cualquier hubiese podido
reconocerlo. Llegó al mediodía y, rodeado de trabajadores que pedían empanadas
o pizzas, de empleados de comercio que pasaban allí su hora de almuerzo, o de
otros jóvenes quienes habrían abandonado la escuela o escapado de ella, pidió
un sándwich especial de jamón crudo y quedo, cuando todo lo que había comido
hasta entonces eran sándwiches de pastón, y jamás había mezclado carne con
leche. En un mundo al que Dios había abandonado, pensaba, era inútil respetar
tonterías semejantes como: “No guisaréis el cabrito con la leche de su madre”.
Hizo su pedido con la loca fantasía de que el mozo le dijera algo, de que se
diese cuenta, pero eso no sucedió y pronto tenía ante sí un plato con el
alimento dos veces prohibido. Lo contempló largamente, con el secreto temor de
que al dar el primer mordisco un rayo vengativo destruyera de pronto el local y
apagara en un segundo la vida de todos los pobres inocentes que se encontraban
allí. Pero eso no sucedió, ni en el primer mordisco, ni en el segundo, ni en el
tercero, ni en todos los que Max debió dar para terminar su sándwich en pocos
segundos. Pero entonces, como si una mano invisible le hubiera arrojado un
puñetazo, Maxi sintió en el estómago un dolor de tal magnitud que lo hizo
doblarse en su propia silla. O aquel jamón estaba en mal estado, o él mismo
estaba en mal estado, o su fe, o en verdad Dios existía y estaba atento a todas
nuestras acciones. Como pudo alcanzó el baño, un lugar inmundo-canillas que
gotean, el rancio olor de las deposiciones, la pintura descascarada, tras las
puertas de madera barata las leyendas políticas o procaces que se escriben en
la privacidad de los baños con la impunidad de los hechos anónimos- y allí
vomitó, para quedarse varios minutos en recuperarse: Max era entonces un joven
sano y fuerte y, salvo en aquellas peleas iniciales con su antiguo compañero de
vóley, no estaba acostumbrado a sentir dolor. Luego se lavó la cara, regresó a
su mesa, y entonces volvió a pedir un sándwich especial de jamón crudo y queso,
doble, con doble ración de jamón y doble ración de queso, que también debió
esperar, y que también devoró en pocos segundos. Esta vez, con el estómago
recién vacío, el alimento le sentó bien. ¿Y qué pasaba con Dios, entonces?
¿Dónde estaba ahora, al momento de castigarlo? No había castigo, como no lo
había habido para la barbarie nazi, y como no lo había para todos los poderosos
que, en el mundo, no hacían más que torturas a pobres inocentes. No había Dios.
Del libro Rosen, una historia judía. Editorial Sudamericana.
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