La semana pasada he leído con sorpresa que más de
cien anticuarios de San Telmo han cerrado sus puertas. Indicaba la nota que el mercado está
paralizado, los alquileres, muy caros y ya nadie invierte en productos que
reditúan a tan largo plazo.
Hace un tiempo solía recorrer ese barrio para
comprar antigüedades a pedido de un amigo.
Fui un par de veces a comprar unas botellas de agua
de los años 40 en una ferretería de la calle Salta. En un negocio por demás oscuro, conseguí unos
botines de cuero que habían pertenecido al jugador de Independiente De la Mata
y en pleno centro comercial, esto es, la calle Defensa, una caja
registradora National, que salió carísima
pero a la que recuerdo especialmente porque me costó horrores trasladarla.
Honestamente no sé para qué la quería, no era para facturar nada. Es evidente
que hay que ser coleccionista para entender ese amor por las cosas obsoletas, inservibles.
Es más fácil comprender el interés por las obras de arte que nunca pasan de
moda, pero justamente esas cosas no eran del agrado de mi amigo.
En esas andanzas, yo me entretenía pensando de
dónde vendrían todos esos objetos que abundaban en las casas de antigüedades. ¿Qué
manos los habían tocado?
Lo que más me llamaba la atención eran las
esculturas de santos y vírgenes, del tamaño de un adulto, terriblemente pesadas, que se ponían a la
venta con precios exorbitantes. ¿Quién las había tallado? ¿Para quién?
Más de una vez imaginé que habían pertenecido a
alguna iglesia española, robadas de su puesto y trasladadas a América, para ser
colocadas en la casa de algún comerciante que deseaba dejar tranquila su conciencia,
regalándole las esculturas a su esposa, devota católica que no se conformaba
con ir a rezar a la iglesia de la aldea, sino que quería tener su capilla personal
en su amplia casa. Así habían llegado del otro lado del mar, entre otras
imágenes, un San José del SXVIII estucado
y varias vírgenes imposibles de discernir por su uniforme, estofadas y
policromadas del SXVII, que abrigaban un
rosario entre sus manos. También había obras de arte sacro de origen americano
de las que era fácil darse cuenta porque habían sido esculpidas en otra madera,
como el cedro.
No siendo católica, pero conociendo el temor al encierro
(me atrevería a afirmar que esa preocupación es casi una fobia) todos ellos me daban
pena. Me miraban como diciendo: “Sácame de aquí, pertenezco a otro sitio, donde
puedan ponerme una flor o un limosnero”.
Muchas fueron las veces que al observarlos con detenimiento me pareció oír:”Necesito
tener muchos fieles cerca, personas arrodillándose ante mí, haciéndome promesas”.
Pero no veía bocas que se abrieran ni manos que se movieran, ni siquiera las
sotanas de los santos o los hábitos de las vírgenes se agitaban un poco.
Ahora, muchas de esas casas que exponen estas imágenes están por cerrar y me
da tristeza pensar que esos seres humanos atrapados para siempre en la madera,
van a continuar paseando de depósito en depósito sin volver nunca más al lugar
que desean.
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