Primero una tanteó para ver si podíamos.  Yo sabía que sí. Es el momento, insinué. Entonces
la invitada, viendo la vía libre, se sentó en el asiento de la ausente  y nos pusimos a hablar, a dialogar, a difamar
a la mujer de negro. 
Todas sabemos que hay cosas que no se pueden decir.  Es una cuestión de supervivencia. Como en
otras épocas, cruzar miradas que se incendian y callar, porque el cuchillo
viene en forma de video y el cadáver en el ropero lo fragua un inspector del
fisco.  
No tienen la menor idea de lo que es la libertad y luchar por ella fuera de
la iglesia.  La fe en los dioses es un
asunto íntimo, que no nos fuercen a hacer saludos a la muerte en los
campamentos.
Todo esto opinamos y, de pronto, los pasos de alguien en el pasillo activan
una cierta apariencia del reflejo de Pavlov y en vez de expulsar saliva, la
tragamos. Otra vez hundidas en el silencio.
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