Avanzó luego por Bernardo de Irigoyen y recordó que caminaba mucho por ahí
cuando venía cansada de un posgrado.
Al entrar a Suipacha y enfrentarse a tantos negocios similares, se le vino
a la memoria las veces que consultó por unos buenos zapatos para bailar tango,
en la época en que se la había dado por la danza ciudadana.
Así, especulando, dobló por Av. Corrientes y se acordó de las obras de
teatro, del karaoke en el bar de la esquina de Maipú, de la iglesia evangelista
de los coros.
Dio pasos rápidos por Florida, la calle de las disquerías y librerías de
cuando era adolescente: se asombraba con los temas que ofrecía el pianista de
Ricordi, escuchaba las mentiras disfónicas de los trasagables, escapaba de los llantos
ficticios de los niños rumanos.
Llegó hasta Galerías Pacífico y entró por el costado, directamente al patio
de comidas. Cuántas media-horas de
almuerzo con una compañera para quejarse, como era previsible, de las jefas. Sorteó
los pozos del final de la peatonal para llegar a Plaza San Martín, frente a la
estación de Retiro, memorias de prisa para comprar pasajes a la costa.
Tanto anduvo esa tarde que tuvo que tomarse un taxi para llegar puntual a
su cita, en la que terminó concluyendo que tanto movimiento no la había llevado
nunca a ninguna parte.
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