Hay días amarillentos, no por mustios sino por
calurosos. Disponen entre sus horas de mucho rayo de sol.
No hace falta ser un genio para darse cuenta que
ayer era uno de esos días, tan agobiante, tan tedioso.
Era mejor ignorar ese número fatal llamado sensación
térmica, que desdobla la temperatura real en un rango de situaciones: una,
pésima; la otra, inmejorable.
Amarrada a ese fuego severo, rendí un examen de
portugués. Deseaba estar en una playa en Brasil y no caminando sobre el cemento
abierto del microcentro, calles operadas por las reparaciones municipales.
A la noche, obsesivamente, clavé la página del
servicio meteorológico en mi mano, como si fuera posible que me anunciara en
línea la llegada de la frescura.
En un momento incierto, un grito al unísono de los
cartoneros desgarró la modorra. No era un gol del equipo más
famoso. Pero quizás otra valla quebrada.
Nunca fue tan patente la felicidad.
Al largarse el chaparrón, también el conductor del
tren festejó sumándose a las voces: hizo sonar un bocinazo continuo, duradero, hiperbólico.
1 comentario:
Aqui, também faz calor mas o vento nos acaricia a face. Enquanto você deseja uma praia do Brasil eu desejo as largas calçadas de BS AS.
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